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Ojos velados

Has comprendido que se irán cuando callan. Entonces, esos silencios de sus ojos te señalan el mundo que es solo visible para ellos, que no pueden soslayar, que les aleja. Y ahí, su mirada, extraviada y silente, te apuñala. Surgen un reguero de recuerdos, de imágenes y palabras que te humedecen la memoria y te agitan el pecho. Ella calla; tú tratas de abrazar sus pensamientos. Pero su voz es solo un eco soterrado, y sus dedos se entrelazan y apenas palpitan. Y sabes que se está yendo porque sus ojos callan y se sumergen en el olvido.



Esto sucedía en su presencia. Ahora, como un sueño, se desvaneció de madrugada. El olor de su piel terrosa y suave; el aliento diminuto y entrecortado; aquella tos arrancada sin ganas de un pecho seco; los mechones de sal, sin el surco meridiano que los separe; el arroyo de voz apenas nacido de sus labios, y el temblor de arena de sus miembros. La vida pasó de ser una certeza a sostener el cielo entre suspiros. Y cada día duele. Y cada noche duele.


Es hora ya de dialogar con mis ausencias. El tiempo susurrado de los pájaros a mediodía va oscureciéndose en una tarde de cerezos. Pero aún no ha llegado la noche. Aún sigo esperando. Como todos aguardamos el último banquete, el festejo postrero del tiempo, al que somos convidados sin quererlo.


Es el único abrazo del que huimos toda la vida, pero al que nos rendiremos al fin. Cuando la vejez nos vista los ojos de silencio.

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